El amor tiene su punto. También el enamoramiento. Pero es mejor no confundirlos. ¿Qué los diferencia cuando tenemos «algo» con alguien? Aquí te lo contamos.
Quizá, en algún momento, hayas sentido que otra persona te gustaba mucho-muchísimo; hasta el punto de poder decir que estabas enganchada o enganchado a ella. A ese sentimiento, que, por cierto, es bastante universal (es decir, que se ha producido a lo largo de la historia y en muchas culturas), lo solemos llamar enamoramiento.
El enamoramiento es una especie de estado de locura en el que la otra persona ocupa mucho espacio en nuestra cabeza. De hecho, desde hace años sabemos que, cuando nos sentimos así, la química de nuestro cerebro cambia, y que producimos neurotransmisores que contribuyen a focalizar la atención en esa persona y, a veces, hasta obsesionarnos un poco con ella.
A ver si te suena algo de esto:
Esa persona te parece PER-FEC-TA
Dedicas mucho tiempo a pensar en ella y te cuesta centrarte en otra cosa
Recuerdas muchos detalles concretos: cómo iba vestida, qué dijo, qué gesto hizo…
Sientes que necesitas estar cerca de ella y sólo con ella
No puedes evitar hablar a otras personas de esa persona y de lo que sientes
Te produce miedo que pueda no sentir lo mismo que tú
Fantaseas con un futuro radiante junto a esa persona
Sientes que hay algo casi mágico en el hecho de que os hayáis encontrado. Os complementáis, sois almas gemelas
Afortunadamente, el enamoramiento no es algo que dure eternamente. Decimos afortunadamente porque si no, suspenderíamos todo y nos echarían de nuestros trabajos 🙂
Lo que nos dice la ciencia es que este estado dura entre nueve y doce meses (de media; puede durar más o menos). Si lo pensamos desde una mirada totalmente biologicista, podemos ver que se trata de una forma de garantizar la reproducción.
Cuando este estado termina nos pasa un poco como a la Cenicienta: la carroza se convierte en calabaza y los caballos vuelven a ser ratones. Es decir, comenzamos a ver a la otra persona como realmente es. Con sus virtudes, y también con sus defectos. Y a partir de ese momento pueden ocurrir dos cosas:
- Que la otra persona deje de gustarnos o ya no queramos tener nada con ella. Puede que te haya ocurrido que de repente te descubras diciéndote “PERO A MÍ CÓMO ME HA PODIDO GUSTAR ESA PERSONA”. Y también puede que la otra persona haya pensado eso de nosotras/os.
- Que, a pesar de (o gracias a) verla como es, sigamos queriendo tener una relación con ella. Si es correspondido y esa relación se inicia o se mantiene, estamos hablando de algo diferente al enamoramiento: es el amor, que se puede entender como un sentimiento más tranquilo, en el que pesan más nuestras decisiones que nuestros impulsos. Establecemos un vínculo con la otra persona y queremos construir algo -corto o largo, eso da igual-, con ella.
Antes decíamos que, afortunadamente, el enamoramiento se acaba. Pero también es comprensible que no queramos que eso suceda. Hay personas que necesitan sentir continuamente el subidón que el enamoramiento produce y, cuando éste empieza a desaparecer, cambian de pareja. También hay personas que necesitan hacer de la relación de pareja una continuidad del enamoramiento: estar siempre con esa persona y sólo con esa persona, y compartirlo todo con ella. Y aquí la química del cerebro no tiene tanto que ver; seguramente, hemos leído y visto demasiadas novelas, series y películas en las que dos personas que vienen de mundos aparentemente opuestos se encuentran, se enamoran, se aíslan del resto del mundo y casi no les hace falta ni comer, porque su amor les da todo lo que necesitan.
Ojo con esto. Porque para que una relación de pareja funcione, no basta con quererse. Hay muchas personas que a pesar de tenerse un gran amor, establecen dinámicas que les hacen no disfrutar de la relación y acaban separándose. El amor tiene su punto, igual que lo tiene el enamoramiento. Después de ese periodo de “locura”, en el que todo se vive con gran intensidad, el amor aporta la tranquilidad que nos permite disfrutar de la pareja de forma más realista y aterrizada.